«Autobiography», por Morrissey  (Penguin Classics, 2013 – 457 págs.)

En la vida, a veces, hay que enfrentar tareas de lo más difíciles. Pero nunca imaginé que me tocaría una tan complicada: reconocer, interiorizar, aceptar y sobrevivir al hecho de que Morrissey, por primera vez en la parte pública de su vida, hizo algo que  no está bueno. Y ese algo es, nada más y nada menos, su “Autobiografía”.

Desde el comienzo Moz nos revolea todo su árbol genealógico, escupiendo para todos lados y, en buen criollo, sin dejar títere con cabeza. Con pasajes divertidos y un manejo de la ironía digno de rey mancuniano, su esperado libro se desvanece entre párrafos de tres carillas y una eternidad de 457 páginas sin capítulos, notas o descansos para el ojo lector. Un anecdotario tan desordenado que, incluso, cuesta creer que sea obra del Excelentísimo.

El libro atraviesa su niñez y adolescencia (con fotos, eso sí), donde no confirma su orientación sexual pero confiesa que “las mujeres me interesaban poco y nada. Prefería las bicicletas”, hasta llegar a su maravilloso mundo de descubrimiento musical que —por fin— lograba que un rarito que se sentía ajeno a todo decida ser parte del showbiz, claro que con un toque digno de Il Divo: “lo hago yo porque sé que lo puedo hacer mejor que los demás”. Una de las partes más gratificantes del libro es, precisamente, cuando nos colorea su vida como fan de The New York Dolls (fan de verdad, fan de PRESIDENTE DE FAN CLUB).

Dedica, por supuesto, larguísimas páginas a criticar a los otros miembros de The Smiths y a detallar, paso a paso, por qué todos están equivocados menos él; por qué los juicios que le hicieron son sólo para obtener dinero porque no sirven para otra cosa; por qué él es un genio y los demás son la escoria del mundo; por qué, por qué, por qué. Bueno, se entiende el punto: ya sabíamos que es el depresivo más ególatra del mundo.

Morrissey, que publicó su autobiografía con Penguin Classics (una de las editoriales más icónicas y La Meca para muchos escritores) no se baja del caballo en ningún momento. No es que tampoco lo estuviéramos esperando, vamos, que de haber sido así no nos creeríamos su modestia, pero queda una duda: ¿podría haber utilizado el libro para mostrarnos un poco más de su intimidad? La respuesta es un rotundo sí: al final de cuentas, solo nos queda un sabor a entretenimiento efímero pero no enriquecedor. Y eso es horrible. Pero, claro, pasa que el buen Moz  nos tiene acostumbrados a la piel de gallina con su otra obra, esa que abrazamos de pé a pá: la discográfica.

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